viernes, 6 de mayo de 2011

DE COMO EL ESPÍRITU DE SUPERACIÓN Y LA CAPACIDAD DE SUFRIMIENTO, FORJARON MI CARACTER, O EL ENANO

Esa mañana, mis robustos gemelos me hicieron albergar falsas esperanzas. Con la inocencia propia de quien ignora su fatal destino acudí a la cita en la que, sin saberlo, me jugaría la vida, una vez más.
Para la ocasión me prestaron una montura gran reserva. Un hierro amarillo con más años de mili que Franco de caudillo. Para manejarlo correctamente abría necesitado más horas de instrucción que un piloto de combate, pero a los cinco minutos del préstamo ya andaba yo, por ahí, dando pedales.
A cada cambio de marcha, le seguía un sonido insoportable, que obligaba a cualquier viandante que se encontrase a menos de cien metros a la redonda a girarse y mirar en mi dirección. Los complejos engranajes de tan venerable herramienta parecían estar al borde de la muerte y así me lo hacían saber cada vez que se me ocurría forzarlos a cambiar de posición. Más fácil me abría resultado azotarlos con una fusta o picarlos con unas buenas espuelas.
Quisieron los dioses que, a pesar de las dificultades y, gracias al ímpetu de mi juventud, que ya voy dejando atrás, fuese avanzando por polvorientos caminos, poniendo demasiada distancia entre mi ser y mi hogar. Cosa, que habría de pasarme factura, del modo más vergonzante al que jamás nadie hubo de enfrentarse.

¡Vaya pedazo de burra!

Mis compañeros de viaje, aquellos que me invitaron a una "bucólica" jornada, marchaban, indefectiblemente, entre cien y doscientos metros por delante de mi. En ocasiones, se ponían a mi altura y preguntaban: "¿Vas bien?", yo, con el hígado en la boca, siempre contestaba que no, pero aún así no cambiábamos el sentido de la marcha.
Fue frustrante para un hombre como yo, recio, alto, fuerte, de constitución hercúlea y que en esa ocasión rondaba los cien kilos de peso, el no poder plasmar mi superioridad física en una cadencia de pedaleo que me permitiese estar a la altura de Sister y Edison, o porqué no, superarlos ampliamente.
Después de aproximadamente trece kilómetros en sentido Ribarroja, paramos a beber agua y a ver como andaban los ánimos. Yo, expuse de nuevo mis motivos para regresar, pero resultaron inútiles, así que recurrí al comodín "suegra", se hacía tarde y comía en su casa. Fue en vano, no atendían a razones, y yo, que soy tan perseverante que prefiero la muerte a rendirme, me disponía a continuar cuando un ángel puso en mi boca lo que sería mi salvación. Sentí la imperiosa necesidad de expulsar líquidos en forma de salivazo, y esa necesidad se convirtió, con la naturalidad que siempre acompaña a los hombres, cuando no hay mujeres cerca, en una realidad verde, espesa, cuasi humeante y ... ¡sangrante!
Ante aquella prueba material de que había tocado fondo, los convencí para que emprendiésemos el regreso. La parte interna de mi cara se resintió durante semanas del bocado que acababa de propinarme, pero valió la pena, regresábamos a casa.
Ni Ulises en sus veinte años de odisea sufrió tantos percances como yo para recorrer los trece kilómetros de mierda que restaban.

Cuando las cosas son viejas, es natural que sufran averías, es lo que pasa con los electrodomésticos justo cuando se les acaba la garantía. Las bicicletas, no son diferentes. Y esta ley inquebrantable volvió a ponerse de manifiesto justo en ese momento, cuando volvíamos a casa.
Mi calamitoso estado físico me hizo olvidar las recomendaciones que debía seguir para evitar que mi bici se convirtiese en un puto gremlin. A saber; No cambiar de plato bajo ninguna circunstancia; No subir al piñón grande, ni bajar al pequeño; No beber agua sin bajarme de la bici; El cambio, para arriba más duro, para abajo más suave. Como podéis ver, un puto lío y mucho más cuando alguien está al borde de llamar llorando a su mama. Acabé dándole de comer pasada la media noche y descubriendo que pasaba cuando ponías el piñón más pequeño... Que se salía la cadena.
Tuvimos que parar tres veces a poner la cadena en su sitio. Cada pequeña rampa que se cruzaba en mi camino era como subir el Mortirolo o el Angliru, jodido de cojones. Nadie ha sido capaz de ir sobre una bici tan despacio, durante tiempo y no caerse. Caminando me abríais adelantado y así, en estas condiciones fue como llegué al puente de La Cañada, donde con una sucia maniobra por la que apunto estuve de refrescarme en el río, abría de rebasarme el que en un principio pensé era un niño, y abría, sin embargo, de convertirse en mi némesis.
Ahí lo vi partir, dejandome atrás, tan altivo, tan orgullosos de si mismo, pavoneándose con su bicicleta liliputiense. Un enano me había, casi literalmente, pasado por encima. Ahora, fríamente, asentado en la comodidad de saberme mejor que entonces, me sonrío al recordarlo, pero en ese momento mi actual condescendencia se convertía en hiel en los labios. La humillación sufrida no tenía parangón.

¿no os dá un poco de miedo?

Saqué fuerzas de donde no las tenía para lavar mi imagen. El enano pedaleaba como un demonio y me costó una vida coger su rueda, a todo esto Sister y Edison habían desaparecido en la distancia. Mi rostro debía ser un poema, cubierto de sudor y en una mueca constante de esfuerzo extremo. Sin embargo, de vez en cuando, un grupo de amantes de la hípica se cruzaba en mi camino trotando, con esos simpáticos saltitos que todos los jinetes pegan sobre la grupa de sus caballos. Es muy excitante ver a una joven y atractiva amazona dando furiosos golpes de cadera contra su silla de montar. En esas ocasiones, recomponía todo lo posible mi maltrecha figura y ofreciendo mi mejor perfil, sonreía y saludaba inclinando levemente la cabeza, todo un caballero.
Al enano lo dejé atrás en una pendiente a un par de kilómetros de donde me pasó. Fue una derrota efímera, breve, casi tan pequeña como quién me la inflingió, pero el recuerdo de esa humillación aún perdura y cuando las fuerzas flaquean, aún hoy, miro hacia atrás temiendo que el enano esté al acecho. De hecho, el temor a que me alcanzase de nuevo fue lo que me ayudó a no desfallecer.

Volví a ver a mis compañeros de viaje sentados en animada conversación, bajo la tupida sombra de un chopo centenario. Sus bicis en el suelo eran el marco perfecto para el fantástico día de diversión campestre que me habían prometido. Pasé de largo, ni los miré, estaba cegado por el deseo de llegar a casa de una puta vez... Además, secretamente, temía que el punto negro que veía a lo lejos por la retaguardia fuese el enano siguiendo mi rastro.
"¿Donde estabas tío?" me preguntaron, "Me paré a mear", mentí. "Pues si que has tardado", "me meaba mucho"...
Desde aquí me llevaron, casi a empujones, en una doliente peregrinación. Calambres en las piernas, dificultad respiratoria, manos llagadas y culo roto fueron el triste balance de los daños. Tan solo me quedó, en tan aciaga jornada, la satisfacción de ganarles el último esprint. Cuando vi que Nur me llamaba al móvil, esprinté como alma que lleva el diablo, cuando llegué a casa me acordé... No me había despedido.

Edison...
Sister...

¡Hasta luego!