miércoles, 8 de julio de 2009

El albero


*Hace tan solo un par de días que se terminaron los San Fermines. Todos hemos podido ver en la tele a ese pobre muchacho corneado hasta la muerte. Tambíen nos han ofrecido con todo lujo de detalles un revolcón que casi resulta fatal. Esto me ha hecho recordar la campaña, que hace algo más de un mes, lanzamos desde aquí para apoyar a PACMA. Ahora os dejo un artículo que espero haga reflexionar a algún amante de las corridas de toros.*

Se abrieron los toriles y derrochando empuje y valor se encontraron a portagayola. Pitón, capote, toro y torero mostrando sus armas en un pulso desigual.

Su corazón palpitante, su cuerpo tenso, entregado a un baile mortal, embite tras embite. Gallardo, nunca perdía la cara a su rival. El público en éxtasis, algún grito femenino rompía el silencio sacrosanto cuando un resbalón o un testarazo, parecía inclinar la balanza en uno u otro sentido.

El corazón en un puño y el tendido desatado, enfervorizado y en eso, suenan los clarines. Sin comprender como, ni por qué, los antagonistas se separan y cada cual por su lado observa el lento maniobrar del caballo y su aguijón. El torero le hace gestos al jinete. Poco, que no le pinche mucho; El apoderado también gesticula, mucho, que lo desangre, los muertos no dan dinero. Y así, caballo y jinete, incordiando, consiguen su objetivo y la lucha se desnivela un poco más.

Clarín de nuevo y la burra se marcha. Con mirada perpleja y resignada observa el toro al banderillero, correteando por la plaza, unos saltitos que levantan polvo, un arranque inesperado, una finta y un giro, para terminar adornando el lomo del morlaco.

Con temple y mano baja, cara a cara, sin adornos superfluos, todo medido, cambio de mano y susto, porque nunca se arrima uno demasiado. Tirando de muleta se fundieron, hombre y toro, girando eternamente uno sobre el otro, como si estuviesen en una cajita de música.

¡Ole, ole! gritaba el respetable y de repente se acabó la función. El maestro cojió el estoque y encaró a matar.

El toro, desmadejado después de picador y banderilla, mareado de capote y muleta, consciente de que le habían hecho trampa, pero con cuernos de sobra para en un postrer arreón, hacer llorar a una madre, viuda a una mujer y gritar de placer emocionado y malsano al sádico público ansioso de sangre.

El hombre lo cita con la muleta baja y acude a recibir. Lo mató al encuentro, como los grandes, como los valientes. ¡Torero, Torero! le gritaban, y él se lo creía. Se creía más hombre que ayer, más macho y valiente. Mientras en el suelo, rendido a sus heridas mortales, en agonía fatal, unos ojos hermosos, cargados de melancolía y añoranza, soñaban con el campo y la manada, comprendiendo de pronto, porque ningún toro llega a viejo y soportando la humillación del desmembramiento aún en vida. Mientras el torero, pasea su trofeo de carne, dos orejas y un rabo.

¿Por qué no llegas muerte?
¿Qué más he de sufrir?

Vuelta al ruedo a tiro de corcel engalanado, rozando el lomo herido por toda la plaza y sembrando la arena de flores de sangre, que tanto gustan a la raza humana.

Suerte tienes, toro, de que te enfrentaste a un maestro en lo suyo, la matanza, pues otros menos duchos en su oficio, asaetearon a estocadas a tus compañeros de manada y mis ojos han visto a la pólvora terminar lo que estoque y descabello dejaron a medias, para vergüenza del "artista".
¡Vergüenza, Si! Pero vergüenza torera.



*Me es imposible negar la belleza plástica del toreo, el modo en que hombre y toro se funden en una estampa soberbia. Pero esto no puede hacerme olvidar el cruel vía-crucis que padece el animal, su tortura sistemática y el pisoteo brutal, gañán y palurdo de sus despojos empleados como trofeo.*

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